|
Riaño: Veinte años de un sacrificio inútil
Artículo de opinión
de Fulgencio Fernández en el diario "La Crónica
de León"
La
batalla por defender Riaño fue muy dura, y desigual. Los
lugareños esgrimían su apego al valle que era su vida,
los más informados denunciaban que el señuelo de los
riegos que llevarían el progreso al sur de la provincia era
una falacia que escondía otros intereses, como las compensaciones
a las hidroeléctricas por el reciente cierre de Lemóniz
(era el año 1987), los ecologistas luchaban desde los tejados
con espadas de cartón. Enfrente estaban grupos antidisturbios
de la Guardia Civil 'acorazados' de pies a cabeza. Los regantes
se manifestaban exigiendo ese agua que se les había presentado
como el maná. Hoy, veinte años después, los
riegos no han llegado más que en una mínima proporción,
los líderes de los regantes se confiesan desencantados y
engañados, los agricultores ya son muchos menos y el agua
ya no es aquel maná que se anunció. Muchos sospechan
que el sacrificio, muy doloroso, fue inútil. Así fueron
aquellos días.
Al
amanecer del 7 de julio de 1987 repicaron las campanas de la iglesia
de Riaño que anunciaban, como cada día, la llegada
de decenas de vehículos de la Guardia Civil; los tejadistas
se subieron a lo más alto de las casas; los ecologistas pusieron
a desfilar sus ejércitos armados con gorros de papel y espadas
de cartón; el joven alcalde intentó detener las máquinas
excavadoras con un decreto municipal pero fue detenido sin contemplaciones;
los vecinos miraban desolados, sabían que había llegado
el final de aquella larga agonía que comenzó el 25
de febrero de 1966 cuando el Consejo de Ministros acordó
la ejecución de un embalse en el valle de Riaño (León)
que era hijo de un Plan Hidrológico diseñado a finales
del siglo XIX. Una ejecución que firmaba Francisco Franco.
Tal vez por ello los habitantes de este pueblo no se podían
creer que el decreto del dictador lo hiciera efectivo un ministro
socialista, de triste recuerdo en el valle, Javier Sáenz
de Cosculluela. La
lucha fue aquel 7 de julio, y los meses anteriores, absolutamente
desigual. Los 300 guardias civiles antidisturbios llegados desde
León, Asturias y Madrid actuaron con una contundencia inusitada,
lo que provocó encontronazos de todo tipo y cuatro personas
heridas de consideración; una de ellas, Carmen Martínez
Sopeña, perdería la visión total de un ojo
a causa de un pelotazo de goma cuando estaba subida a un tejado.
Su compañero Jesús Álvarez, también
habitante del valle que iba a ser anegado, sufrió una hemorragia
en la cámara interior del ojo izquierdo y contusiones diversas
en el hemitorax. «Creí que había quedado ciego,
me asusté mucho». El joven alcalde, Huberto Alonso,
también fue detenido cuando se colocó delante de las
máquinas intentando hacer valer un acuerdo municipal aprobado
en Pleno para detener las obras, siendo arrastrado de la zona de
derribos junto a dos concejales que le acompañaban. Catorce
casas del pueblo acabaron aquel día convertidas en escombros.
La
imagen de aquella desigual lucha quedó perfectamente recogida
en una fotografía de nuestro compañero Mauricio Peña,
que dio la vuelta al mundo (la que aparece en la página siguiente).
Un anciano riañés, Vicente Alonso, se quiere enfrentar
a los pertrechados guardias civiles con sus madreñas y la
vara de arrear el ganado. Su hermana, ya fallecida, intenta detenerlo.
Este hombre, conocido popularmente por Carrerinas, también
es el ejemplo del desencanto sufrido por los que tuvieron que abandonar
el valle, su casa. Ahora vive en Villasinta, donde su hermano es
el párroco, y no quiere saber nada de aquellas tristes jornadas.
Su hermana solía definir el estado de ánimo de este
hombre con una frase muy gráfica: «Nunca volvió
a ser el mismo».
Era
el principio del fin. En días sucesivos, con incidentes iguales
o parecidos, fueron cayendo bajo los cazos de las excavadoras las
casas de La Puerta de Riaño, Huelde, Anciles, Salio, Escaro,
Pedrosa del Rey, parte de Burón y la capital del valle y
para muchos el pueblo más representativo de la vida y costumbres
de la montaña leonesa, Riaño. No quedó piedra
sobre piedra, algo que también era una novedad dentro de
la crueldad humana que siempre implica el cierre de un pantano y
el obligado éxodo de sus vecinos. Hasta aquel momento en
pantanos como el de Luna o Vegamián –hoy conocido con
el nombre de Juan Benet en 'honor' del ingeniero/escritor que lo
construyó– y otros que soportó la provincia,
los pueblos quedaban en pie y las espadañas de las iglesias
volvían a asomar cuando el nivel del agua bajaba, recordando
que allí habían estado ellos. En Riaño parecía
que se querían borrar las huellas del pasado (una película
de Federico Luppi sobre este tema se titula 'Las huellas borradas').
También se perdieron un buen número de joyas de su
rico patrimonio cultural y artístico en aquella vorágine
de arrasar con todo.
EL
DRAMA CAINITA DE LEÓN
Pero,
para muchos, tan graves como los incidentes del desalojo y el cierre
fue lo que el escritor leonés Juan Pedro Aparicio, en la
actualidad director del Instituto Cervantes en Londres, definió
como «el drama cainita de León». Los políticos
de la época (1987) no fueron nada valientes y se incitó
un claro enfrentamiento entre leoneses del norte (donde se construían
los pantanos, a los tres citados habría que añadir
los proyectados en Omaña y Cármenes) y leoneses del
sur, los presuntos beneficiarios de las aguas de estos embalses
para el riego. Era duro ver manifestaciones de medio León
exigiendo que el otro medio se convirtiera en un gran embalse. Se
sacó a relucir una y otra vez la historia de que «ya
habían cobrado las indemnizaciones», se acusó
a los ecologistas de estar a sueldo de no se sabe quién y
un presidente de regantes y diputado provincial, ante una carta
abierta de diversos escritores, afirmó sin rubor que «los
intelectuales, si quieren naturaleza que se vayan a Brasil».
«Y
seguimos sin regar, ¡qué fraude!»
Los
enfrentamientos que se produjeron entre leoneses crearon un clima
casi irrespirable en una provincia dividida. Un factor humano que
nadie contempla. José María Hidalgo, vecino del valle
de Omaña donde encabezó una larga lucha contra un
pantano que finalmente no se construyó, habla de ello. «No
se hizo el pantano pero el pueblo quedó tocado para siempre,
la convivencia se resintió mucho, hay gente que no se ha
vuelto a hablar, heridas que jamás cicatrizarán. Imagina
en Riaño, que sí se hizo el pantano».
Pero lo desesperante para muchos de los que tuvieron que abandonar
sus casas es que la presunta causa del cierre, los regadíos,
no fueron una realidad. Todavía hoy no lo son:
«En aquella época, a pesar del duro
golpe para el valle de Riaño, nos manifestamos en León,
nos parecía necesario. Ahora, después de tanto tiempo
y en vista de los nefastos resultados, estamos defraudados, 20 años
es una generación perdida de agricultores y no hay agua definitiva,
ni siete hectáreas regadas, ¡qué gran fraude!»,
lamentaba todavía hace unos días Francisco Lupicinio
Rodrigo, presidente de la Comunidad de Regantes de Payuelos (las
de las aguas de Riaño) y también agricultor. No necesitan
más explicaciones. Y lo que aún es peor, hace veinte
años eran muchos los agricultores que creían en la
bondad de esas aguas para el riego y las esperaban como el maná.
Ahora son muchos menos, muchísimos menos, y están
mucho más desencantados, hartos de ver continuos enfrentamientos
políticos a causa de los futuros regadíos, pero de
no ver los regadíos.
Fueron
muchos los que entonces alertaron de que aquel pantano no era para
el riego, que era una compensación a las hidroeléctricas
por el cierre de la central de Lemóniz unos meses antes.
El tiempo ha alimentado mucho más sus sospechas.
'Moles' se pegó un tiro, Pedro
se ahorcó, Carmen perdió un ojo
E
ntre los vecinos de Riaño hay un nombre que es como un mito,
Simón Pardo del Molino, un obrero al que todos conocían
por Moles, que se pegó un tiro con su escopeta de caza durante
la noche antes de que las máquinas del Mopu derribaran su
casa. Lo tenía premeditado pues la noche anterior se acercó
al bar donde comía y pagó todo lo que debía
(se lo iban apuntando para pagar a final de mes) sin hacer ningún
comentario ante la extrañeza del dueño pues sólo
era el día 12, cinco después de haber comenzado los
derribos, cuando iban a llegar a su casa.
Por eso entre los vecinos del valle causaron verdadera indignación
las palabras hace unos días en TVE del que era ministro en
aquel julio de 1987, Javier Sáenz de Cosculluela, afirmando
que «en Riaño no hubo ni un rasguño, se sacó
a la gente a la silla de la reina». Indignaron por Moles pero
también por Carmen Martínez Sopeña, que perdió
la visión completa de un ojo, y tantos otros heridos en aquellos
incidentes. «No tiene vergüenza», dice la citada
Sopeña. Es una vieja guerra que se reabre. Cosculluela fue
el blanco de las iras de los vecinos de un valle que nunca pensaron
que un ministro socialista iba a acabar una obra de Franco. El rencor
llegó a ser casi familiaridad con unas recordadas pintadas
en las que se sintetizaba la ira en un 'Coscu jop...'.
La
tensión era evidente en el pueblo en aquellos días
de julio. Las imágenes han quedado grabadas en el recuerdo
de muchos vecinos. Leoncio Diéguez, vecino de La Puerta y
hoy profesor en Gijón, recuerda cuando dinamitaron la torre
de la iglesia. «El reloj marcaba las diez y cuatro minutos».
Carmen Burón recuerda el pueblo tomado por los perros y los
gatos cuando se iban marchando los vecinos. «A un perro de
un tío mío hubo que atarlo para sacarlo de casa, se
negaba a irse, empezaba a dar vueltas sobre sí mismo y se
mordía el rabo». En ese ambiente Moles paseaba silencioso
por el pueblo y solía repetir que «a mis 54 años
y no tengo a dónde ir».
En
la madrugada del 12 de julio sonó un disparo al amanecer,
era el de su escopeta de caza. Un primo suyo, Teotimo, de la cercana
localidad de Maraña subió aquel día a Riaño.
«Iba a buscarlo para que se viniera con nosotros, sabía
que le iba a hacer mucho daño ver caer su casa. Me extrañó
no encontrarlo en el bar de siempre, nos acercamos a su casa, estaba
todo cerrado... Mi hijo entró por la ventana y lo encontró
allí tendido, sobre la cama».
O
tro hombre del valle, Pedro el cartero, se ahorcó unos meses
después colgándose del viaducto. La cuerda era tan
larga que se arrancó la cabeza, que nunca apareció.
Ni
un rasguño, dice Cosculluela.
¡VIVA
LA MONTAÑA LEONESA!
¡VIVA EL PUEBLO MONTAÑÉS!
Artículo de opinión
de Fulgencio Fernández en el diario "La Crónica de
León" |
|