Leyenda de las Cataratas Iguazú
Los indios caingangues, que habitaban las márgenes del río Iguazú, creían que el mundo era gobernado por Mboi, dios con forma de serpiente e hijo de Tupã.
Igobi, el cacique de la tribu, tenía una hija, Naipi, tan bonita que las aguas de los ríos paraban cuando la joven india se miraba en ellos.

Debido a su belleza, Naipi sería consagrada al dios Mboi, pasando a vivir solamente para su culto.
Había, sin embargo, entre los caingangues, un joven guerrero llamado Tarobá, que se enamoró al ver a Naipi. En el día de la fiesta de consagración de la joven india, cuando el hechicero y los caciques bebían cauim (bebida hecha de maíz fermentado) y los guerreros danzaban, Tarobá escapó con la linda Naipi en una canoa que siguió río abajo, arrastrada por la corriente.

Al saber de la fuga de Naipi y Tarobá, Mboi -el jefe- se puso furioso. Penetró en las entrañas de la tierra, retorciendo su cuerpo y produciendo una enorme grieta que formó la catarata gigantesca.
Envueltos por las aguas de esa inmensa catarata la piragua y los fugitivos cayeron de una gran altura desapareciendo para siempre.

Naipi fue transformada en una de las rocas centrales de las cataratas, perpetuamente fustigada por las aguas furiosas. Tarobá fue convertido en una palmera situada al borde de un abismo, inclinada sobre la garganta del río. Debajo de esa palmera está la entrada a una gruta donde un monstruo vengativo vigila eternamente a las dos víctimas.